La Pseudo Indignación Fantástica

En lo que va de este siglo el cine de fantasía ha tenido un resurgimiento, potenciado por franquicias como El Señor de los Anillos, Harry Potter o Juego de Tronos, que al igual que el resto de filmes estrenados en años recientes se basan en libros con mucho éxito. El éxito de tales novelas se debe a tres principales factores: el primero es que se trata de clásicos que ayudaron a forjar el género, como ocurre con los libros de J. R. R. Tolkien, quien básicamente definió la Fantasía Épica, el segundo se debe a que son obras mercadotécnicamente exitosas y muy poderosas que atrapan la atención de un público específico, como la saga de J. K. Rowling, mientras que el tercer factor se debe a que son obras que ofrecen algo nuevo al género y al mismo tiempo resultan sumamente redituables, que es lo que pasa con la obra de G. R. R. Martin (espero pronto veamos una adaptación decente de la saga Terramar de Ursula K. Leguin).

Recientemente el cine ha llevado a la gran pantalla novelas como Las Crónicas de Narnia (C. S. Lewis), Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll) y El Hobbit (J. R. R. Tolkien), sin olvidar las múltiples adaptaciones de los cuentos clásicos de los Hermanos Grimm como Maléfica (Robert Stromberg, 2014), Hansel y Gretel: Cazadores de Brujas (Tommy Wirkola, 2013) o Blanca Nieves y el Cazador (Rupert Sanders, 2013), todo eso sin mencionar las versiones animadas de Disney y la tan criticada Crepúsculo de Stephenie Meyer. Y justamente con esta última novela y saga cinematográfica es que empezamos este post.

Muchos de quienes nos decimos conocedores de la ficción, tanto en su versión científica como en su versión fantástica o sobrenatural, criticamos duramente sagas como Crepúsculo por deformar elementos clásicos e icónicos de la ficción, que en este caso son los tan mentados vampiros. Desde Nosferatu, aquella vieja película de 1922 dirigida por F. W. Murnau, pasando por todas las versiones de Drácula, como la protagonizada por Béla Lugosi  en 1931 o el genial Drácula-rockstar de Van Helsing (Stephen Sommers, 2004), la figura del vampiro siempre ha sido la del señor de las sombras sediento de sangre, inmortal y protegido por el amparo de la noche. Todo eso cambió en 2005 cuando se publicó la primera novela de la saga Crepúsculo, pero la indignación de los seguidores más puristas de la fantasía detonó hasta 2008 tras el estreno de la primera película.

Si los clásicos son clásicos es precisamente porque los elementos que los constituyen han tardado muchos años en consolidarse y establecerse en el inconsciente colectivo como elementos aceptados por tradición popular. El ajo y las estacas de madera para combatir vampiros, las balas de plata en contra de los hombres lobo, el disparo en la cabeza para matar a los zombi y el fuego para exterminar al monstruo creado por el doctor Víctor Frankenstein son de conocimiento popular, como el que los vampiros no pueden salir de día ni entrar a una casa sin ser invitados o que los hombres lobo se transforma en luna llena. Cuando esos elementos que otorgar su esencia a los monstruos y criaturas de los que son parte son modificados, indudablemente se creará un conflicto en aquellas generaciones que siempre prescribieron a dichos seres como monstruos de ultratumba a los que debemos temer y no como guapos adolescentes que sufren por amor.

Indudablemente la obra de Meyer transfigura lo que por tradición popular esperamos ver en las criaturas de ficción y les deja a las nuevas generaciones una idea errónea que dista mucho del origen de tales seres. Ahora bien, ¿por qué se generó tal indignación con la saga de Crepúsculo pero no con otras obras que igualmente han modificado de forma radical la esencia de las brujas, los monstruos y la magia o que al menos los han sacado de su contexto original para situarlos en nuestra consumista, capitalista y moderna realidad?

Si nos remontamos a la década de los sesenta tenemos una de las series de televisión sobre monstruos más clásica de todos los tiempos, La Familia Munster, integrada por Herman (monstruo de Frankenstein), Lily (vampiresa), el abuelo (Drácula), Eddie (hombre lobo), y Marilyn (humana normal). La Familia Munster es una serie de comedia familiar muy querida por la generación de nuestros padres, pues fue una de las series que vieron durante su infancia. Los personajes de esta serie mantienen todos los elementos tradiciones de los monstruos a quienes representan, pero su contexto es un Estados Unidos en plena Guerra Fría con la extinta Unión Soviética.

Para nuestra generación, nacida entre los ochenta o principio de los noventa, la comedia familiar mágica está representada en Sabrina, La Bruja Adolescente. Sabrina era una joven de dieciséis años mitad mortal y mitad bruja que asistía a la preparatoria y sufría todas las desventuras propias de su edad, pero además tenía que estudiar para obtener su licencia de bruja y aprender todo sobre “el otro reino”, un mundo habitado por brujas y hechiceros. Sabrina fue la serie para adolescentes que inauguró la llegada de los seres mágicos al mundo humano, idea que recientemente fue retomada en programas como Los Hechiceros de Weverly Place.

Sabrina fue una modificación muy radical del tradicional concepto que se tenía de las brujas, aunque sí había calderos, pociones y un gato negro (Salem era genial). La mayoría de las personas que he visto que crítica Crepúsculo son gente de mi edad que de niños seguramente les tocó ver Sabrina, y seguramente disfrutaron con dicha serie como yo hacía. Entonces, ¿por qué la obra de Meyer es tan menospreciada por nuestra generación y tan defendida por las niñas que han leído los libros y visto todas las películas? La respuesta es simple: la brecha generacional y el bombardeo mediático del que hemos sido presas. Nuestra indignación por esas obras sólo surge porque no están destinadas para nosotros pues nosotros también hemos consumido obras que seguramente han indignado a quienes les tocó consumir otro tipo de fantasía.

Cuando se entrenó Harry Potter y la Piedra Filosofal yo tenía la misma edad que Harry (once años), al igual que la mayoría de niños de mi generación. Esa empatía con el joven mago hizo que muchos jóvenes que hoy están en sus veintes se quedaran enganchados a la saga, principalmente porque fueron creciendo con él. Yo vi hasta la cuarta película en el cine y luego le perdí interés (aunque sí he visto todas las películas) pero muchos de los amigos y compañeros que he tenido desde entonces son grande fanáticos de dicha franquicia. El éxito de Harry Potter se debió a que resultaba algo novedoso para la generación de quienes éramos niños en aquel entonces y al bombardeo mediático que recibimos por toda esa publicidad y productos derivados.

A quienes les tocó consumir esa fantasía pulp de Moebius que era publicada en fanzines y tenía una estética mucho más cruda, tosca y espacial (como He-Man o Heavy Metal, por ejemplo), que son las generaciones de los setenta y principios de los ochenta, encontrarán obras como Harry o Sabrina en extremo sosas y muy apartadas a los estándares de lo que ellos perciben debe ser la fantasía, que es lo mismo que nos pasa a nosotros con las obras de ficción más recientes. Para una generación que consume a Justin Bieber y One Direction y con quienes la violencia publicitaria ha tenido menos compasión que la que tuvo con nosotros, es entendible que consuman fantasía como la de Crepúsculo. Afortunadamente, aún hay autores que hacen cosas de calidad por el deseo de renovar a la fantasía y no por el de volverse millonarios captando a un masivo público de jovencitos.